Pureza.
(Basta. Andate. Andá al hotel, date un baño, leé Nuestra Señora de París o Las Lobas de Machecoul, sacate la borrachera. Extrapolación, nada menos.)
Pureza. Horrible palabra. Puré, y después za. Date un poco cuenta. El jugo que le hubiera sacado Brisset. ¿Por qué estás llorando? ¿Quién llora, che?
Rayuela, capítulo 18. Julio Cortázar

viernes, 20 de enero de 2012

CAMINO DE LA FIESTA (continuación)



Antes leer: CAMINO DE LA FIESTA




Durante el resto del trayecto hemos establecido una dialéctica de miradas sobre la superficie del retrovisor del coche. Somos expertos en manejar el lenguaje sin palabras de lo que no se debe decir, ni hacer. Hay un brillo en nuestros ojos que representa paso a paso la dinámica del beso. Me digo que lo que podríamos hacer, ya lo han realizado previamente nuestras pupilas. Entonces ¿por qué es tan acuciante esta sed?. En silencio maldigo a Silvie, y su completa inocencia en el asiento del copiloto. La observo mirando las luces que, intermitentemente, salpican la carretera, su rostro, su sedoso pelo rojo-una fogata en su confluencia con el haz cortante y luminoso-. No lleva puesto el cinturón de seguridad, mis ojos le ordenan a Auguste que acelere. Un coche blanco se interpone en nuestra trayectoria, y en la abrupta frenada, Silvie se hace trizas contra el parabrisas. Pero toda esa escena no es más que un subterfugio de mi imaginación. Yo no odio a Silvie. Sé que Auguste la ama, y en cierto modo yo también la amo, como a todo aquello que compete a Auguste. Él tampoco odia a Armand, aunque, cuando los dos están en una misma habitación, no puedo evitar esa sensación de estar en presencia de dos machos con aspiraciones territoriales. Me recuerdan intensamente a dos pavos reales desplegando su majestuosa cola. Por supuesto que cuando le comento estas cosas, Auguste rompe a reír-de esto no puedo hablar abiertamente con Armand. Al menos no puedo confesarle que yo soy el motivo por el que ambos se pavonean- y me dice medio en broma, medio en serio, que debería dejar de ver nuestras vidas como si todos fuésemos personajes de una novela. Y bueno, es cierto, yo hago eso. Pero a veces tengo la impresión de que la vida está en los libros. Y quizás lleve la razón cuando me acusa de que mi concepción del amor es demasiado literaria, de que utilizo mi amor por él para erigirme en una especie de heroína romántica. Sin embargo,  ocurre con las ficciones del corazón, que es este el primero en creérselas.

Por fin, después de unas cuantas vueltas a la manzana, hemos conseguido aparcar. Pero antes Silvie ha comenzado a mostrarse impaciente, y esta impaciencia ha desembocado en una pequeña fricción entre ellos dos.  Auguste lo ha zanjado todo con uno de sus característicos carraspeos, que yo he interpretado como un “mientras haya gente delante, mantengamos la fiesta en paz”.  Por mi parte, hubiese continuado más que contenta dando unas cuantas vueltas más por el barrio. Pues estaba encantadoramente entretenida descubriendo las figuras que se obtienen al unir los numerosos lunares que pueblan el cuello de Auguste. Pero el evidente mal humor de Silvie me ha despertado de mi ensimismamiento.

Cuando hemos llegado al apartamento de Philippe, éste me ha mirado reprobatoriamente por mi extremada delgadez de estos últimos tiempos. Cosa que ha empeorado cuando me he quitado el abrigo, y ha descubierto el modo en que he venido vestida a su “chic party”. Philippe es de aquellos que piensan que una mujer hermosa ha de sacar siempre el máximo partido a su físico, pero no se trata de machismo, sino de una visión de la vida netamente estética. A Philippe le gusta rodearse de cosas bellas, sobre todo en cuanto a sus parejas se trata. Con su vocecilla atiplada me ha dicho:

-Últimamente vistes como una adolescente con problemas de adaptación.

A lo que yo he contestado:

-Qué bien!...Así desentono menos con tus última conquistas.

Pero enseguida me ha arrepentido. Los que me han escuchado han disimulado, fingiendo que aquello no había sido más que el zumbido de una mosca. Sólo Auguste se ha acercado a mí, y me ha susurrado al oído:

-¿Te has levantado con ganas de pendencia, querida Loba?.

Su aliento se ha quedado unos segundos retumbando sobre mi oído, como si fuera una bola de billar, que tras una complicada carambola, continúa indecisa en el momento de entrar en la tronera.  Hasta que por fin se ha esfumado, eso sí,  con el tiempo justo para que yo sintiera toda la sal del océano derramándose por mi vientre.


(continuará...)

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